miércoles, 30 de diciembre de 2009

Un Cristo


Tengo un hombre crucificado en el pecho; se incrusta por mi piel mientras sus labios me lamen la garganta y su mirada se me clava como cuchillos en la tráquea. Los brazos me aprietan las clavículas hasta verlas estallar; y las manos se sostienen de mis hombros que ya no aguantan el peso y se quieren desplomar como lo hicieron alguna vez mis pensamientos.
Las piernas se cruzan y los pies se atan a mi estómago reteniendo todas las palabras que quisiera vomitar. Su cuerpo me sangra por dentro, me envenena y me destiñe las entrañas. Sus palabras me viven, me acompañan hasta hartarme, hasta creer que ya no respiro si no lo tengo.
Y aunque duela, aunque marchite y enloquezca, aunque me haga vibrar y llorar con la misma intensidad no me lo puedo quitar, no lo quiero quitar.
Muchas tenemos un hombre crucificado en el medio del pecho que nos empuja o nos detiene, que nos asusta, nos corroe y nos miente; que –creemos- son otros huesos envueltos con nuestras propias pieles, pero que no son más que nuestros propios pensamientos masoquistas que, muchas veces, nos inventamos sólo para sentirnos cruelmente vivas.