lunes, 8 de marzo de 2010

Dormía

Dormía tranquila, casi sin soñar, mientras el cielo no se decidía entre el azul profundo y el rosa tímido que comenzaba a asomarse. Dormía con las persianas abiertas, con la brisa que danzaba en las esquinas de mi habitación. Dormía despacio, pero desperté.
Y estaba ahí, el ejército de tus recuerdos se posaba en el balcón de maderas gastadas y húmedas. Estaba ahí, tu ejército de pájaros, cada uno: un recuerdo. Me miraban, me miraban profundo, punzantes. Llegaron para detener mis sueños, para recordarme que no olvide a los recuerdos. Lo que ellos no sabían era que por cada uno de ellos, yo dejaba escapar una lágrima amarga, que me cortaba la piel, que me apenaba el alma.
Quizás hubiese querido dispararles, disparar a tus recuerdos a quemarropa como si fuesen bandidos en las sombras, tratando de robarme los sueños, la tranquilidad de mi almohada y mis sábanas. Pero no pude elegir; sólo pude quedarme sentada en la cama, entre pestañas que llovían y manos que sudaban.
Ese amanecer no pude elegir echarlos a volar; no tuve el valor de alejarlos, de bajar las persianas para no verlos; preferí tenerlos ahí, lastimándome, pero tenerlos ahí; cerca, quietos, hirientes.
Después de muchos amaneceres, siestas y noches, levantaron vuelo y no volvieron. Yo me quedé sentada, esperando su regreso; pero esta vez no para llorar, sino para invitarlos a pasar. Para decirle a todos y cada uno de tus recuerdos que ya no me hiere tenerlos cerca, que ni siquiera me quitan el sueño; que ahora tengo el valor y las ganas de sobrevivir a ellos.