
No somos maniquís. Se nos eriza la piel cuando los oídos se aturden con silencios cómodos. Puedo asegurar que lloramos, a veces, más de lo debido. Nos movemos, jugamos con nuestros cuerpos, las pieles se buscan, se repelen y nuestras miradas no entienden. Pensamos hasta que nos duela la cabeza, o quizás el corazón. También sonreímos, nos dibujamos carcajadas gigantes en el rostro, algunas se quedan ahí y otras, más atrevidas, se encaprichan con adornarnos hasta los pies.
No soy un maniquí. Siento hasta que duela, siento hasta que sangre y me desangre. Subo un escalón y desciendo cien. Tengo cosquillas en la panza, en la espalda y en los pies. Cuando mastico, mis dientes chocan y, de vez en cuando, me muerdo la lengua. Te pienso y te detesto. Duermo hasta el cansancio, más nunca me cansé de soñar. Y aunque nadie lo entienda, mis palabras son silencios, hablo para que no me escuchen en la quietud, hablo para opacar lo que realmente quiero decir.
Entonces, si no soy un maniquí, ¿por qué te empeñas en decirme que no llore? Si, después de tanto tiempo, volvés haciendo de cuenta que acá no hay ningún corazón latiendo, si apareces con tus palabras que abrigan pero asfixian.
Cómo querés que no llore si me duelen hasta los huesos cuando te pienso. Y cómo no pensarte, si vos te encargas de recordarme que existís. Cómo no llorar si te empeñas en recargarme de lágrimas hasta la sombra. Entonces, dale, decime: ¿CÓMO? ¿Cómo hago para no llorarte mientras te tenga incrustado entre las pestañas, mientras tu imagen aparezca una y otra vez?
Perdonáme, pero no. No puedo no llorar. Aunque digas mentiras, sos de verdad. Y mi corazón es tan real, late aunque no quiera. Te recuerda y se lamenta. Y aunque yo quiera decir mentiras, vos sos mi verdad.
Perdonáme, pero no. No me puedo callar, no puedo negar que me hieren tus palabras, que mastico rabia cuando te escucho. Es ilógico, me hablas como si fuésemos maniquís, como si vos no me dolieses, como si yo no sintiese. Y no, no es así.
Entonces, mientras vos sigas siendo de verdad, yo voy a seguir llorando. Voy a llorar hasta secarme, hasta que las tripas se encarguen de arrastrar al corazón por los ojos. Y quizás ahí, cuando el corazón deje de latir, cuando desaparezca de acá adentro, pueda convivir con tu recuerdo.