martes, 18 de mayo de 2010

Morgan y Elvira

Afuera llueve. La galería está seca, pero el viento entra como asustado, como queriendo esconderse en las paredes descascaradas. Adentro la música inunda la cocina. Fumo un cigarrillo mientras espero que se enfríe el café.
Él me mira parado, detrás del vidrio de la puerta. Me mira con ojos de perro triste, con ansias de pasar. Yo me desentiendo de la situación y sigo fumando. Pero él sigue ahí, parado, mirando como pidiendo permiso, como obligándome a levantarme y abrir la puerta. Me canso de su mirada devastadora del otro lado de la puerta.
Me paro y me acerco al vidrio: ella duerme en un sillón, con la lengua afuera, abrigada y estirada, con la lengua fresca por el viento que vuela los toldos y entra sin más. Duerme como si nunca más volviese a dormir, como si el mundo dejase de girar y todos esperasen a que ella termine de soñar; y él sigue parado, apoyando sus patas contra el vidrio, mirando con sus ojos de perro triste. Le abro la puerta, lo dejo entrar. Vuelvo a sentarme.
Ahora llora, está adentro y llora con un llanto de tristeza, como si su llanto fuese la lluvia que desde el domingo no para de caer. Vuelvo a pararme; lo dejo salir.
Y ahí está de nuevo, mirándome desde la galería, gimiendo, esperando que lo deje pasar para repetir la situación una y otra vez, hasta que todos se despierten y la casa se llene de gente.
A veces no entiendo a mis perros.