miércoles, 24 de septiembre de 2008

A un amigo.

Meses antes, armabas tu maleta en la mente; y aunque decías que en poco tiempo te ibas, esas palabras no me golpeaban. No lo hacían porque no quería que te vayas, tampoco quería creer que te ibas.
Y cuando te fuiste, algo en mí se quebró, algo perdió estabilidad. Cuando te fuiste, me quedé seca en una laguna mental, casi sin palabras.
Aunque no te fuiste para siempre, sabía que todo iba a cambiar. Vos. Yo. Nuestra amistad.
¡Y qué triste me pone!
Porque, con el paso del tiempo, descubrí que no estaba errada. Todo cambió, los días nos llevaron por caminos distintos, por sentimientos diferentes. La vida, que nos unió, nos apartó.
No miento si digo que, cada vez que te recuerdo, tantos sentimientos antagónicos se expresan en mi mirada. Por un lado: te extraño, pero te extraño diferente, con una punzada en el alma, que duele, que hiere. Y por otro: te odio, me odio y odio los caminos que elige ésta vida; los odio por haberme hecho quererte tanto… y por arrancarte de mi vida de un tirón.
Es paradójico… el Indio de la Plaza Italia se fue un poco antes que vos. No estuvo por muchos meses (ahora lo reconstruyeron), y cada vez que pasaba por la plaza… me era inevitable acordarme de vos, de tantas tardes y charlas que pasamos ahí. Y el agujero negro que dejó en ese mural es tan representativo. Así estoy porque, de cierto modo, entiendo que te perdí, que nada es igual y que, posiblemente, nada vuelva a ser igual.
Así estoy, con un agujero negro que se esparce en mi corazón. Me falta un trozo de alma, y ese trozo estaba lleno de tus sonrisas, tus palabras, tus abrazos. Lleno de vos.
Sé que crees que la culpa de tanta distancia la tengo yo, pero te aseguro que (y quizás ni siquiera me creas) aunque no te visite, no te llame, no hablemos… te extraño y te sigo queriendo como el primer día. Es difícil olvidarse de gente como vos, gente que llena tanto el alma de uno que no hace falta más nada.
Entiendo que tus sentimientos hayan cambiado, pero me duele. Me duele tanto decirte que te quiero y que seas indiferente, me duele no poder decirte que lloro y te extraño, que me haces falta, muchísima falta, que me gustaría volver el tiempo atrás y no haber dejado tan abandonada la hermosa amistad que teníamos. Me duele el alma, y aunque antes te decía todo, ahora ni siquiera puedo decirte “hola” sin miedo.
Me callo, no porque no quiera decirlo o no me importes, sino porque te siento tan diferente, tan distante que tengo miedo de tu indiferencia.
Me callo por la distancia, pero no por la distancia de kilómetros que nos separan, sino por la distancia de nuestros corazones que, ahora, son tan indiferentes entre sí.
¿Pueden las cosas cambiar tanto? A veces, sí.
Pero más allá de todo eso, te voy a seguir queriendo con el alma, porque eso eras: mi amigo del alma.

lunes, 22 de septiembre de 2008

De vos


De tus cabellos negro azabache, quedará el aroma resguardando el aire.
De tu mirada, quedará la profundidad de sus dolores.
De tus labios sobre los suyos, quedará un sabor amargo, abandonado.
De sus cuerpos, un instante herido, un lugar vacío.
De tu adiós, se desprenderán sus lágrimas.
De tus palabras, quedará un silencio suspendido en el aire.
De tus entrañas, se desprenderán olvidos que lo corromperán.
Y de tu vientre, se desprenderá la sangre más virgen que lo manchará.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Virginia

Sus recuerdos se habían esfumado con la brisa otoñal; sus días ya no sabían a dolor; su alma había dejado atrás las lágrimas invisibles y sólo regalaba sonrisas puras al nublado firmamento. Pero la tempestad llena de sentimientos volvió a caer sobre sus hombros dormidos.

Y Virginia creyó en la ilusión una vez más.

Tomó con sus manos aquella gran luz que yacía en su interior pero, ésta, poco a poco se apagó.
Sus ojos volvían a buscar la noche estrellada, y en un sinfín de latidos desesperados llenaba de lágrimas su rostro.
Algún anónimo la vio caer sobre sus sueños y sumergirse en un mar de añoranzas e imposibles. Algún ave sin alma vio a sus alas despedazarse ante el vuelo deseado.

En el silencio de la eternidad, su cuerpo se sintió frío, distante, muerto y sin pena; su alma, deshojada de rencores y quimeras perdidas, no supo esperar y abandono sus anestesiadas alegrías y sus inolvidables tristezas para no volver más.

Buscando-te

Camino descalza mientras las cosquillas se deslizan por mis pies. Enciendo mi último cigarrillo, a ése que le contaron que pronto ibas a llegar. Mientras el papel y sus tóxicos crujen de placer, aspiro el humo devorándome los sueños. Me muerdo la comisura de los labios entre la noche y la mañana. Espero. Desespero. Me dejo hipnotizar por el humo del cigarrillo que contornea el aire, desfigurándolo, rearmándolo. Entonces el aire se vuelve visible, palpable. Y las esperanzas se agigantan mientras los miedos persisten.

Indeseables, maniatados… los sueños se me van escapando. Ahora las cenizas adornan el piso frío y húmedo. Se ven tan lejanas y diminutas que me dejo caer para observarlas mejor. Me recuerdan a vos. Podrían ser tan parecidas o tan distintas. Podrías estar tan consumido como encendido.

Y la espera, ahora, me desespera. Entonces, mis pies, que ya no sienten cosquillas, se calzan de valentía y salen a buscarte –no sin antes pisotear la colilla de aquél último cigarrillo, a ese que le contaron que pronto ibas a llegar-. Ahora te buscan esperando encontrarte, aún sabiendo que las ilusiones son siempre un engaño.

De las cosas que pide

Sus días pasan sin prisa, mientras ella pide tanto en tan poco.
Espera a las noches quietas, sin voces ni sonidos para que tu voz la sorprenda en silencio.
Se come las uñas mientras sus pensamientos azotan las paredes de su mente hasta que tu tacto la salve.
Anhela sentir el invierno recorriendo su piel, ese frío constante que saca a pasear las manos heladas de tanto esperar que tus brazos le entibien los huesos.
Busca en los viejos rincones canciones para llorar, y se despide de las lágrimas sin verlas llegar.
Ella busca las espaldas azules que no puede encontrar, una frase perdida, un libro mojado, una palabra callada, una mirada censurada.
Se duerme pensando en tus ojos cerrados y se despierta enredada entres sábanas llena de sueños imposibles. Se sienta en bancos desiertos, esclava de sus sentimientos indefinidos. Se esconde de las voces que le gritan, se acaricia el alma mientras el sol le ilumina la piel gastada.
Ella busca tu inocencia perdida entre las sonrisas de algún niño que juega a no reír.
Cuando te siente ausente, se llena el cuerpo de cosquillas hasta explotar.
Y sus días pasan sin prisa, mientras ella te pide a vos lo que no sabe dar.

Menos oscuro

Se desviste sin pensarlo. Deja que su cuerpo sea coronado por el crudo invierno que acompaña a la soledad.
Su piel se deja retorcer por los recuerdos amargos. Su mirada se escapa hacia el crepúsculo que la ve desnuda y vacía desde arriba. Se deja caer entre margaritas y sueños inconclusos, entre tardes y noches que aún no llegaron.
Se pregunta sin pausa ¿dónde quedaron las ilusiones cercanas y la locura inaudita de saberte suyo?
Y ahí te encuentra. Tan devastado y lleno de desesperanza como ella. Bebe de tu sangre mientras se sacia de placer, se mezcla entre tu carne para sentirte otra vez.
Y se revuelca, juega entre tus huesos fríos, esos que alguna vez entibiaron sus inviernos con desinteresada libertad.
Ahora se corrompen en silencio, sin pronunciar un grito de dolor. Se despedazan sin miedo. Y entre lágrimas furtivas se entienden sin decirlo.
Los cuerpos se despiden destilando su futuro, agarrados de la mano parten hacia un sol menos oscuro.

Algún extraño (conocido)

Y otra vez el corazón amordazado, con sus paredes llenas de candados, una vez más el miedo a caer en la red de ilusiones que termina atrapando a los sentidos para asfixiarlos lentamente.

Entonces esquivas las miradas que hablan, el tacto que envenena de placer, las palabras que acarician el alma… te sentís a salvo esquivando su piel.

Te escondes entre las sombras de algún sueño viejo, entre las sonrisas -que no son más que un lejano recuerdo-, entre las lágrimas saladas y el sabor de sentirte incapaz… pero viva.

Ahora algún extraño conocido comienza a deshacer el caparazón de tu corazón con sus tibias manos, corrompe tus esquemas para dejar su indeleble huella en tus recuerdos. Y mientras respira agitado, tus oídos se dejan estimular por cuanta frase esperada pronuncie.

Una vez más volviste a desabrigar a tu joven corazón, dejándolo desnudo e indefenso frente al invierno que -a tus espaldas- ese extraño bosquejó.

Golpe al corazón

La envolvían las mismas calles, ahora, vacías. Acaba de aspirar la última pitada de su cigarrillo. Lo tiró desinteresadamente y lo siguió con la vista para ver donde acabaría de apagarse. Volvió a fijar la mirada en las calles, mientras llevaba el corazón en sus manos. Sentía la sangre escurrirse por sus palmas que, con el movimiento, llegaba hasta las muñecas. Caminó sin rumbo por la ciudad apagada… sentía ese aroma a invierno próximo, a soledad penetrante.

No deseaba recordar los últimos instantes, pero cuál premonición, las palabras de ese hombre gris le azotaban las paredes de su mente. Se dejó caer en un frío banco de la Plaza 25 de Mayo, se dejó adormecer por el dolor, ahora sólo podía sentir la tibia luz de los faroles y el canto de los grillos insomnes. De vez en cuando se preguntaba si iría a apagarse como aquél cigarrillo que siguió con la mirada.

Se durmió, o quizá sólo quiso creer que cayó en un pesado y blanco sueño donde el hombrecito –ya no gris- le acariciaba, con sus suaves manos, los sentimientos.

Alguna brisa, encaprichada con recordarle su pesar, danzó fuertemente entre la bufanda que le colgaba del cuello, y con ese leve pero triste movimiento despertó de sus deseos.

Volvió a saberse a oscuras, tan –o más- vacía que aquella plaza nocturna. Pero para asegurarse de que no estaba soñando, volvió a mirar a sus manos… el susto le secó la garganta, pues sus manos seguían ensangrentadas pero el blando corazón ya no estaba.

Cuentan algunos grillos que algún extraño se lo robó, otros, entre canto y canto, dicen que a su cuerpo volvió.

La única certeza que tienen los grillos cantores, los faroles encendidos y los bancos fríos es que ella, entre suspiros y balbuceos, esbozó una sonrisa –sin pena- mirando fijo al hondo cielo.

Paisaje de mujer

En el inalcanzable horizonte vio dibujarse un paisaje femenino que, sin palabras, lo invitó a recorrerlo.

Él, inseguro pero ansioso, caminó kilómetros de desesperación hasta llegar a sus pies descalzos. Comenzó a transitarlos sin prisa, produciendo cosquillas que terminaron saliendo de los labios del paisaje en forma de eternas carcajadas. Continuó subiendo por las blandas piernas que, de vez en cuando, dejaban ver venas azules y violetas. El hombrecito las miraba extasiado, mientras su imaginación comenzaba a regalarle formas preciosas al mapa formado en sus extremidades.

Pero no se detuvo.

Siguió avanzando hasta llegar a su vientre. Dejó que su cabeza se desplomara contra la casta piel y, entre sueños y palabras mudas, se sintió un niño a punto de renacer. Un poco más arriba, sus manos se abrazaron a la espalda -coronada de melancolía-, se sostuvieron tan fuerte que parecían corromper los omóplatos para dejar salir las alas invisibles que yacían bajo los huesos tibios.

Silencios después, ella acarició los negros cabellos del amante con sus heladas manos -esas que congelan los momentos al azar-. Y él, despertando de su niñez, se desafió a navegar entre los labios inquietos de un paisaje que pronto se volvería a alejar.

Melodía con sabor a despedida

Los caracoles le adornaban los tobillos mientras la blanca arena le ensuciaba los pies. Su alma estaba llena de sonidos desconocidos y los oídos saturados de cosquillas indecentes.Tenía las manos resquebrajadas por la sal de sus días y los sueños oscuro por el abismo que envolvía sus noches.Las huellas la seguían en su lenta caminar, plasmándose en la casta arena. Las almas desconsoladas suspiraban provocando una fuerte brisa que le zumbaba el cuerpo.

Y acompañada por una melodía -con sabor a despedida- que le erizaba la piel, se adentró en las olas anestesiadas para dormir eternamente su dolor.

Para siempre

Te encuentro, no me encuentro. Cuando logro encontrarme, te pierdo.

La silenciosa despedida rasguña mis oídos, deshace las ilusas posibilidades de mantener tu tacto tibio. Y me visto con desamores, me araña la desesperanza. Los días mutan en una llovizna fría e interminable que carcome mi piel hasta llegar a mis huesos.

Me desgarro, me desangro.

El rencor y la agonía explotan por mis labios. Las palabras salen a borbotones; incoherentes, inconscientes. Frenética, te busco con la mirada y te grito, en silencio, siempre en silencio. Te veo, inmortalizo ese instante en que tu existencia se cruza por mis pupilas. Guardo ese momento entre mis frías manos, y lo aplasto, con dolor y satisfacción. Te siento crujir entre los finos dedos.
Siento tu piel escurrirse entre las palmas de mis manos. Y río… con una carcajada que parece salir desde el fondo de mis entrañas, desequilibrada, desesperada.

Me veo una vez más, y ahora sos vos quién me aplasta. Estrujas cada centímetro del corazón que me quedaba. Y ya no río. Lloro. Lloro al compás de las gotas de lluvia que no cesan de caer.

Y me extingo. Para siempre.

De las cosas que quiero darte

Quiero darte una mirada húmeda y profunda, que inunde las sequías de tus ojos.
Quiero darte alas jóvenes, limpias… libertad fresca.
Quiero darte sonrisas inmaculadas, sin muecas siniestras.
Quiero darte noches eternas de luna llena, amaneceres claros y atardeceres despiadadamente anaranjados.
Quiero darte la calma del río en las siestas de verano, el placer de sentir a las hojas secas –en otoño- crujir bajo mis pies.
Quiero darte la firmeza de la tierra y lo volátil del cielo.
Quiero darte una razón, o un millón de ellas, para seguir respirando el mismo aire.
Quiero darte, besos después, una despedida con sabor a bienvenida de lo que efímeramente se escapa entre las arenas del tiempo.
Quiero darte, besos después, un recorrido por mi impenetrable piel.
Quiero darte, besos después, besos también.
Quiero darte furtivas lágrimas de felicidad, momentos que aún no llegarán.
Quiero darte sombra en la escuridad, restos de algo que no va a sobrar.
Quiero darte una parte de nuestros mundos aparte.
Quiero darte las cosquillas, las palabras y las quejas; los silencios inoportunos y las frases incompletas.
Quiero darte la incoherencia que te falta.
¡Y cuántas cosas más quiero darte, que ni siquiera las recuerdo!
Pero antes de darte lo que quiero que tengas, quiero darte un alma, una piel, una esencia.
Quiero darte un nombre, y nombrarte cuantas veces quisiera.
Y así, quizás, lograr que más allá de mi mente… existieras.

Soledad

El dolor punzante dentro del tórax, ahí donde el pecho se infla y se desinfla al ritmo de la respiración. Ahí adentro algo se quemaba, algo se partía. El corazón, el alma.

Pasé días tirada en la cama, sin querer abrir los ojos, evadiendo la realidad (que tanto busqué).

Las lágrimas crónicas manchaban la almohada, la esencia se escurría entre las sábanas grises. Y la piel. La piel se descamaba, los restos de compañía se desprendían de la carne. El sol de la mañana sacudía mis persianas, trataba de despegarme de aquel lecho que, poco a poco, me quitaba hasta las ganas de respirar –las demás se habían ido con él-.

Ya no quedaban sonrisas ni palabras, se habían esfumado entre las penumbras de mi habitación.

En mi rostro solo habitaba una mueca hueca que marchitaba mi mirada. Mientras la garganta quemaba, los gritos se suicidaban en la almohada. El dolor me arañaba el cuerpo, me dejaba marcas en la piel. Y la soledad. La soledad me arañaba el alma, me desgarraba por dentro.

Todo se corrompía, sentía al mundo venirse abajo, venirse sobre mí. Sentía que los recuerdos me golpeaban la espalda, caían sobre mis omóplatos, y me pesaban. Me quebraban.

El corazón se sacudía, como queriendo librarse del sufrimiento. Se arrastraba por debajo de las costillas, quería salirse por mis pies y, por fin, ser pisoteado sin piedad. Quería que lo aplasten, dejar de latir por el dolor y la represión.

El miedo de no volver a verlo se agigantaba con el paso de las horas, aunque yo así lo había querido. Fui la directora y protagonista de mis deseos, que después, ya no desee.

A cada segundo, algo en mí se enfermaba, se corrompía. Nada era igual, todo sobraba en esas cuatro paredes: las fotografías y las canciones que eran solo recuerdos, los abrigos que ya no podían entibiarme, las persianas que siempre estaban cerradas, y la puerta que, pensaba, jamás iba a cruzar. Aunque sufría, no quería salir de ahí dentro y enfrentarme a un posible encuentro. Mis deseos eran indecisos, aún no descubría si quería encontrarlo. Prefería estar tirada en ese colchón esponjoso, mientras el antagonismo de mis días me consumía.

Y allí estuve, días y noches comiendo soledad, bebiendo soledad, escupiendo soledad, tragando soledad, vomitando soledad.

Y así me acostumbré, me acosté con la soledad, dormí con ella mientras me abrazaba la espalda. Aprendí a cuidarla, a amarla. Y ya no me acordé de él y su compañía, la soledad me abrigaba el alma.

Allí estuve, y aquí estoy, días y noches.

Con soledad.

En soledad.