lunes, 17 de noviembre de 2008

No puedo perdonarte

No creí que volvería a zambullirme entre las tintas tan pronto; tampoco creí que fueras a lastimarme. Y quizás por no creer tantas cosas, creí en vos.Quisiera vomitar mi verdad, pero prefiero hacer una regresión y saborear, de a poco, cada momento acumulado en mi piel.

Recuerdo y, sin querer, mis labios dejan ver una ilusa sonrisa cargada de melancolía. Las palabras vuelven a mi boca, pero la inquietante mueca las retiene más allá de las arcadas y los dientes.

Puedo acordarme de cada momento, de cada frase, de cada mirada… ni hablar de los abrazos urgentes y de los besos, a veces, indecentes. Pero lo que más recuerdo son tus manos jugando con las mías, las pieles lamiéndose, chocando desesperadas.

Y ahora lo único que queda es un río de lágrimas sin sentido.

Entre el último de los recuerdos encuentro una noche de primavera diferente. Vuelvo a ver esa noche con un cielo gris, nublado, amenazando con lagrimear; una brisa descontrolada por remover la tierra escondida entre las baldosas, una acción innecesaria, un golpe al corazón, un tajo profundo en los sentimientos.

Me veo, te veo y nos veo en esa noche. Yo, desconcertada. Vos, escupiendo culpa. Tus palabras me mareaban, me molestaban; miraba tus ojos y trataba de hundirme en ellos, pero te desconocía… te desconocía desde las pestañas hasta el alma.

Y ahora queda un sentimiento de cólera y culpa por haber creído en vos.

Ese amanecer fue interminablemente cruel, desgarrador. Volví a mi casa, las luces estaban apagadas, la soledad invadía cada rincón; podía sentir el frío de una primavera que moría con la salida de los primeros rayos del sol. Y ahí estaba yo: sentada, cigarrillo en mano, entre la oscuridad, la soledad y el frío de mis huesos.

Después de horas, logré dormir y, quizás, hasta soñé con vos. Deseos que no debí desear. Volví a verte escupiendo culpas, quejándote solo. Volví a verte pero no eras el mismo. Esa tarde el silencio se ganó tus labios, la mirada te pesaba, tus manos estaban tan lejos de las mías. Estuvimos horas mirándonos y riéndonos de la situación, de cómo habías pisoteado tantos días y momentos, de cómo íbamos a seguir. De vez en cuando reproché tus incoherencias, y de vez en cuando quisiste no escucharme.

No miento si digo que mis brazos no querían más que abrazarte, mi corazón quería no haber sido golpeado y mi mente quería borrar la noche anterior; pero aunque quisiera tantas cosas, no podía. No podía, ni puedo olvidarme.

Me arrepiento de no haber apretado tu torso en ese abrazo de despedida; pero aún me queda el recuerdo de tu aroma, de tu barba rozando mis hombros, de tu sonrisa, de tus lunares, de tu sabor.

Aún me quedan los recuerdos, el dolor en el alma y muchísimas lágrimas más; porque aunque quiera, no te puedo perdonar.

sábado, 15 de noviembre de 2008

De la espera

Siempre le pasa lo mismo. Se ilusiona, se cree las mentiras, se cae, se golpea y vuelve a creer. Prefiere vivir en una mentira nítida, donde todo parezca verdad, a vivir entre la niebla de la realidad.

Hoy la vi, se comía las uñas sin parar, la ansiedad galopaba por sus piernas inquietas, tenía el pecho estrujado y las lágrimas jugaban a recorrer su rostro, dejaban un halo de tristeza en sus ojos.

Llevaba el corazón en las manos, intacto y sin latidos, hermoso pero muerto. En algún momento, se le escapó una sonrisa picara que dejó escapar la inocencia de su esencia; después se volvió extrañamente verborrágica, escupía palabras al viento sin pensarlo. Pero confesaba que cuando tiene que pararse frente a ÉL las frases hechas se escapan, se esconden bajo su piel. Entonces ella se vuelve una marioneta, se somete en silencio a los juegos de ese extraño.

Sí, me contó que aún es un extraño; que las treinta mañanas que pasaron no sirvieron para conocerlo, que la irrita pero la hace reír, que la quiere viva pero, sin darse cuenta, la deja morir.
También dijo que odia su impuntualidad, que el reloj es un desatino cuando él tiene que llegar.

Pero, aún así, lo espera detrás de la puerta, con el bolso y la cámara lista, con una sonrisa inconmensurable, con un beso empañado, con inmensas ganas de recorrer su piel.

Y el tiempo pasa. Y no pasa nada.

Sigue esperando, detiene el reloj mental. Se inventa excusas para perdonarlo, para entender por qué no la buscó. Y se quita el bolso y la cámara de encima, también la paciencia; la sonrisa se vuelve una mueca hueca que destila cólera; el beso empañado se vuelve un beso sangriento de tanto morderse la comisura de los labios; y las ganas de recorrer su piel no son más que un recuerdo.

Ahora no quiere verlo; quiere esperar a que la lluvia la invite a jugar, quiere sonreír en algún parque y que el césped le haga cosquillas en los pies descalzos. Quiere olvidarse por treinta mañanas más; que los besos, las palabras y los días no pesen.

Pero en realidad, detrás de todas esas palabras, no puede despojarse de sus ganas de encontrarlo detrás de la puerta. Espera a que llegue porque le gusta ilusionarse, creer en sus mentiras, caerse, golpearse y volver a creerle.