domingo, 17 de octubre de 2010

CALLAR




Las palabras jamás dichas se atoraban en tus labios, se revolvían entre tus dientes pero no se desprendían. Y no quería arrancarlas; la miseria y los dolores que con ellas podían salir, eran capaces de devorarme el alma. Sin embargo, no pude dejar de buscarlas, quería encontrarlas aunque después de dichas se vuelvan lágrimas al viento.
Quizás siempre quise enfrentarlas, que duelan y desprendan cada uno de mis miedos, por eso agoté las mías... con canciones, con preguntas, con gritos o silencios (que no son más que palabras mudas). Y, después de largos pasos sigilosos, las encontré.
Ahí estaban, justo en la esquina de tus labios, las estabas pronunciando con presión, atormentado, mientras yo perdía las mías y se me esparcían los sentimientos. Tanto buscarlas para encontrarlas y que me desgasten la mirada, para al final de la noche terminar sin voz. Sin vos.
Y otra vez: la misma vieja historia; la conocida, la de siempre. Cigarrillos que se consumen en un eterno aspirar de los recuerdos, las cenizas se esparcen y nada queda. Liviano es el olvido entre los sueños. Entonces me despierto y todo está en su lugar. En el aire se respira una rutina de cuchillas que cortan la piel. Y mis huesos vuelven a buscarte, aunque no quieran encontrarte, aunque prefieran recordarte en un sólo y eterno paseo por tus sábanas.
Pero mis ojos no se olvidan. Entre las pestañas tengo grabada tu sonrisa y las palabras que escupí. Hace días el amargo sabor de la libertad no me deja respirar y el cosquilleo incesante en las manos me avisa que no estás.
En algún vuelo encadenado te vi pasar, y con él, al ejército de tus recuerdos. Pero son sólo eso, añoranzas de una piel que, por cobarde, prefirió escapar. Y ésta vez, no los voy a seguir. Ésta vez no quiero encontrar lo que no existe, no quiero volver a preguntar lo que no tiene respuestas. No voy a volver a pararme sobre cimientos que no pueden sostenerse, porque se hunden, porque se escapan, porque temen entregarse y dejarse pisar por pies descalzos que, en realidad, sólo quieren acariciarlos.
Quizás mi espalda siga buscando tu abrazo, y quiera sentir tu olor en cada trozo de aire que me inunda, pero hoy la tristeza me parece infinita y no pretendo hacerte hablar cuando lo único que sabes es callar. Callar los miedos, opacarlos para que cuando exploten sean tan feroces como tus dolores. Callar para ahogarte solo entre el paso del tiempo que te apura y te corrompe.
No voy a volver a hacerte hablar, aprendí que tu silencio es la mejor manera de explicarme que nunca estuviste y que, hoy, tampoco estas.

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