domingo, 21 de septiembre de 2008

Soledad

El dolor punzante dentro del tórax, ahí donde el pecho se infla y se desinfla al ritmo de la respiración. Ahí adentro algo se quemaba, algo se partía. El corazón, el alma.

Pasé días tirada en la cama, sin querer abrir los ojos, evadiendo la realidad (que tanto busqué).

Las lágrimas crónicas manchaban la almohada, la esencia se escurría entre las sábanas grises. Y la piel. La piel se descamaba, los restos de compañía se desprendían de la carne. El sol de la mañana sacudía mis persianas, trataba de despegarme de aquel lecho que, poco a poco, me quitaba hasta las ganas de respirar –las demás se habían ido con él-.

Ya no quedaban sonrisas ni palabras, se habían esfumado entre las penumbras de mi habitación.

En mi rostro solo habitaba una mueca hueca que marchitaba mi mirada. Mientras la garganta quemaba, los gritos se suicidaban en la almohada. El dolor me arañaba el cuerpo, me dejaba marcas en la piel. Y la soledad. La soledad me arañaba el alma, me desgarraba por dentro.

Todo se corrompía, sentía al mundo venirse abajo, venirse sobre mí. Sentía que los recuerdos me golpeaban la espalda, caían sobre mis omóplatos, y me pesaban. Me quebraban.

El corazón se sacudía, como queriendo librarse del sufrimiento. Se arrastraba por debajo de las costillas, quería salirse por mis pies y, por fin, ser pisoteado sin piedad. Quería que lo aplasten, dejar de latir por el dolor y la represión.

El miedo de no volver a verlo se agigantaba con el paso de las horas, aunque yo así lo había querido. Fui la directora y protagonista de mis deseos, que después, ya no desee.

A cada segundo, algo en mí se enfermaba, se corrompía. Nada era igual, todo sobraba en esas cuatro paredes: las fotografías y las canciones que eran solo recuerdos, los abrigos que ya no podían entibiarme, las persianas que siempre estaban cerradas, y la puerta que, pensaba, jamás iba a cruzar. Aunque sufría, no quería salir de ahí dentro y enfrentarme a un posible encuentro. Mis deseos eran indecisos, aún no descubría si quería encontrarlo. Prefería estar tirada en ese colchón esponjoso, mientras el antagonismo de mis días me consumía.

Y allí estuve, días y noches comiendo soledad, bebiendo soledad, escupiendo soledad, tragando soledad, vomitando soledad.

Y así me acostumbré, me acosté con la soledad, dormí con ella mientras me abrazaba la espalda. Aprendí a cuidarla, a amarla. Y ya no me acordé de él y su compañía, la soledad me abrigaba el alma.

Allí estuve, y aquí estoy, días y noches.

Con soledad.

En soledad.

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